Presentación
El capitalismo, que casi desplomó en el inicio del siglo XX, ya habiendo pasado malos momentos en el siglo XIX, consiguió mantenerse e, inclusive, sobrevivir a la Segunda Guerra Mundial. Después de este proceso, surgió un periodo de estabilización del capitalismo, que sólo sufriría fuertes sacudidas en la década de 1960 e inicio de la década de 1970. A partir de los años 1980, con la instauración de un nuevo régimen de acumulación, el régimen de acumulación integral, basado en el aumento de la explotación de la clase trabajadora, se produjeron algunos rasguños en el edificio capitalista, pero no anunciaron la revolución proletaria.
La explicación marxista de la realidad social y del proceso de transformación parecería, entonces, poseer una laguna. Sin duda, aunque Marx trabajara la cuestión de la consciencia de clase, de la ideología, de las representaciones, y algunos de sus seguidores hayan desarrollado algunas tesis en este sentido, la cuestión del universo mental de los individuos fue poco abordada. Cupo al llamado “freudomarxismo”, partiendo del intento de unir marxismo y psicoanálisis, abordar esta problemática. Autores como Erich Fromm, Wilhelm Reich, Schneider, R. Osborn, Igor Caruso, Michel Simon, R. Kalivoda, Herbert Marcuse, entre otros varios, intentaron pensar una síntesis entre marxismo y psicoanálisis, presentando algunas tentativas más exitosas, otras menos.
Partiendo de esta reflexión, es decir, de la visión de la laguna de la teoría marxista a respecto del universo psíquico de los individuos, bien como de las obras de los autores freudomarxistas, buscamos repensar el psicoanálisis a partir de la perspectiva marxista. La idea básica de la presente obra, también desarrollada en otros aspectos en el libro titulado Inconsciente colectivo y materialismo histórico[1], es la de que el psicoanálisis suministra una contribución para comprender la reproducción del capital a través del análisis del universo psíquico. Esto no quiere decir una yuxtaposición entre marxismo y freudismo o, de forma más amplia, entre marxismo y psicoanálisis. Tampoco significa una visión acrítica de las concepciones psicoanalíticas.
El procedimiento realizado es la asimilación del psicoanálisis por el marxismo. Este proceso de asimilación significa que el psicoanálisis no es amalgamado de forma incoherente con la teoría marxista, sino que es reevaluado y reconstituido a partir de esta[2].
Universo Psíquico y Reproducción del Capital
El corazón hace revoluciones, la cabeza reformas; la cabeza pone las cosas en posición, el corazón las pone en movimiento.
Pero sólo donde existe movimiento, efervescencia, pasión, sangre, sensibilidad, ahí reside también el espíritu.
Ludwig Feuerbach
La sociedad capitalista se fundamenta en la explotación y alienación de millones de seres humanos. Sin embargo, tal sociedad se viene reproduciendo durante siglos. Sin duda, existen quienes resisten y luchan. Las luchas obreras de los siglos XIX y XX demostraron que existe un potencial revolucionario adormecido que en momentos de crisis despierta. Sin embargo, la reproducción del capitalismo es lo cotidiano, lo permanente. ¿Cuáles son los elementos que permiten la reproducción de la dominación del capital? Existen varios elementos, pero aquí iremos a destacar el universo psíquico, en especial la mentalidad, como uno de los más importantes de estos elementos. Obviamente que el concepto de mentalidad está relacionado con otros conceptos, tales como el de sociabilidad, pues aquí se trata de pensar la reproducción del capital a partir de un análisis marxista, asimilando la contribución del psicoanálisis, lo que nos lleva a no aislar —lo que sería un procedimiento ideológico— los aspectos de la realidad, que están insertados en una totalidad concreta. Así, iremos a analizar la relación entre universo psíquico y reproducción del capital a partir de las contribuciones de autores como Freud, Fromm, Marcuse, entre otros.
Freud y Marcuse suministran elementos teóricos que nos ayudan a comprender el universo psíquico. El concepto freudiano de “aparato mental”, de acuerdo con Marcuse (1988), es fundamental:
A lo largo de los varios estadios de la teoría de Freud, el aparato mental nos aparece como una unión dinámica de opuestos: del inconsciente y de las estructuras conscientes; de los procesos primarios y secundarios; de las fuerzas heredadas, “constitucionalmente determinadas”, y de las adquiridas; de la realidad psicosomática y de la externa. Esa construcción dualista continúa prevaleciendo mismo en la posterior topología tripartita del id, ego y superego; los elementos intermediarios y “superpuestos” tienden hacia los dos polos. Encuentran su más impresionante expresión en los dos principios básicos que gobiernan el aparato mental: el principio de placer y el principio de realidad. (p. 41-42)
Para Freud, la satisfacción de las necesidades humanas sólo puede ser realizada por medio del control sobre la naturaleza. Este control se realiza por intermedio del trabajo y esto hace que toda civilización realice una coerción al trabajo y la represión a los instintos. Según Freud (1927),
…expresándolo de modo sucinto, existen dos características humanas muy difundidas, responsables por el hecho de que las normas de la civilización sólo puedan ser mantenidas a través de cierto grado de coerción, a saber, que los hombres no son espontáneamente amantes del trabajo y que los argumentos no tienen ningún valor contra sus pasiones. (p. 89).
Por lo tanto, la dicotomía entre principio de placer y principio de realidad surge debido a las condiciones de producción y reproducción de la vida material que presionan a los individuos para que trabajen y renuncien a sus instintos. Posteriormente, Freud utiliza los conceptos de id, ego y superego para analizar el aparato mental. En el id residen los “instintos orgánicos” de un individuo, expresiones del instinto de Eros y del instinto de destructividad (Freud, 1940 [1938]), p. 239). En el ego, se realiza la percepción consciente y es dirigido por consideraciones de seguridad. El ego realiza una mediación entre el id y el mundo externo. Esto, sin embargo, sólo ocurre hasta, aproximadamente, la edad de cinco años, pues en esta época ocurre un cambio:
Una parte del mundo externo fue, al menos parcialmente, abandonada como objeto y fue, por identificación, incluida en el ego, volviéndose así parte integrante del mundo interno. Ese nuevo agente psíquico continúa efectuando las funciones que hasta entonces habían sido desempeñadas por las personas del mundo externo: él observa el ego, le da órdenes, le juzga y le amenaza con puniciones, exactamente como los padres cuyo lugar ocupó. Llamamos a este agente superego y nos damos cuenta de él, en sus funciones judiciarias, como nuestra conciencia. Es impresionante que el superego frecuentemente demuestre una severidad para la que no fue suministrado ningún modelo por los padres reales y, además, que llame al ego a presentar cuentas no sólo de sus acciones, sino igualmente de sus pensamientos e intenciones no ejecutadas, de las cuales el superego parece tener conocimiento. (p. 245)
Es esta introyección de la “razón” y de la “racionalidad” sometida al principio de realidad lo que es denunciado por Marcuse (1988):
Bajo el principio de realidad, el ser humano desarrolla la función de la razón: aprende a “examinar” la realidad, a distinguir entre bueno y malo, verdadero y falso, útil y perjudicial. El hombre adquiere las facultades de atención, memoria y discernimiento. Se vuelve un sujeto consciente, pensante, equipado para una racionalidad que le es impuesta desde fuera. Sólo un modo de actividad mental es “separado” de la nueva organización del aparato mental y se conserva libre del dominio del principio de realidad: es la fantasía, que está “protegida de las alteraciones culturales” y se mantiene vinculada al principio de placer. En todo lo demás, el aparato mental está efectivamente subordinado al principio de realidad. (p. 35)[3]
Por lo tanto, la relación entre principio de placer y principio de realidad es fundamental para comprender la puesta en marcha del universo psíquico del individuo. Ocurre que la teoría de Freud y el “complemento” de Marcuse presentan algunos equívocos que deben ser expuestos. Marcuse demostró que la concepción freudiana del principio de realidad es conservadora. Freud, al considerar eterna la lucha por la existencia —lo que significa que el principio de placer y el principio de realidad son inconciliables y que la represión de los instintos es insuperable— acaba realizando una racionalización de la sociedad represiva. Según Marcuse, el desarrollo tecnológico abre perspectivas para la superación de la “lucha por la existencia” y para la plena satisfacción de las necesidades. Además, Marcuse busca “extrapolar” los conceptos freudianos y añade los conceptos de “sobrerrepresión”, que son las restricciones requeridas por la dominación social, y de “principio de desempeño”, que es la forma histórica predominante del principio de realidad en la sociedad capitalista.
Marcuse avanza en relación a Freud al reconocer el carácter histórico del principio de realidad. Sin embargo, su concepto de “sobrerrepresión” es equivocado, pues su noción de una “represión básica” que sería necesaria para perpetuarse la especie humana es apenas citada, pero no fundamentada. ¿Qué instintos alcanza esa represión?
Y, si estos instintos son reprimidos, ¿no poblarán el inconsciente y así se perpetuará el antagonismo entre principio de placer y principio de realidad? No existe algo como una “represión básica”, pero sí una humanización de “instintos”, lo que significa una alteración sólo en la forma de su realización y no su supresión o represión (o mismo “modificación”, como dice Marcuse). El concepto de “sobrerrepresión” sólo tiene valor en caso de ser comprendido como una “represión excedente”, que es una represión intensiva, es decir, superior a la vivida por la mayoría de las personas en una determinada sociedad (Viana, 2002).
La definición marcuseana del principio de realidad en la sociedad capitalista como “principio de desempeño”, que es identificado con el “trabajo alienado”, es producto de una confusión. El trabajo alienado no es un “principio” y sí una realidad, es decir, es el propio desempeño o realidad y no un principio introyectado por el individuo en su conciencia.
La confusión de Marcuse tiene como base su aceptación acrítica de la teoría freudiana. La civilización ejecutaría el papel de coaccionar a los seres humanos al trabajo y de realizar la represión sexual. En primer lugar, los seres humanos no son coaccionados sólo al trabajo; en segundo lugar, la represión no es sólo de la sexualidad; en tercer lugar, no todos los seres humanos son coaccionados al trabajo, pues en ciertas sociedades o períodos históricos las mujeres y/o los miembros de la clase dominante son eximidos del trabajo social[4].
Por consiguiente, si negamos la definición marcuseana del principio de realidad establecido por la sociedad capitalista (el principio de desempeño), entonces debemos presentar una concepción alternativa del principio represivo de realidad de la sociedad burguesa. Si el principio de realidad es la introyección en el universo psíquico[5] del individuo de una realidad, nuestra tarea es descubrir cuál realidad es la que es introyectada.
El modo de producción capitalista crea una sociedad competitiva. Esta competición está presente entre los capitales individuales, que impulsan la acumulación de capital, y entre los trabajadores que luchan por el empleo de su fuerza de trabajo. La competición se generaliza en toda la sociedad y sobrepasa los marcos de la producción para llegar hasta las relaciones de distribución y al conjunto de las relaciones sociales. Tal como expuso Fromm (1976):
…el funcionamiento económico del mercado reposa sobre la competición de muchos individuos que quieren vender sus mercancías en el mercado correspondiente, así como su trabajo o sus servicios en el mercado de trabajo y de personalidad. Esta necesidad económica de competición condujo, en especial en la segunda mitad del siglo XIX, a una actitud cada vez más competitiva, caracterológicamente hablando. El individuo se sentía compelido por el deseo de sobrepasar a su competidor, con lo que quedó totalmente invertida la actitud característica de la época feudal, según la cuál cada uno tenía en el orden social su lugar tradicional con el que debía contentarse. Se produjo, en oposición a la estabilidad social del régimen feudal, una movilidad social inaudita, en la cual todos luchaban por conquistar los mejores puestos, aunque fuesen pocos los elegidos para ocuparlos. En esa lucha por el éxito derrumbaron las reglas sociales y morales de solidaridad humana; la importancia de la vida consistía en ser el primero en una carrera competitiva. (p. 95)
La competición para quedar en la cima de la pirámide social es revelada por la búsqueda de status, lucha por ascensión social, etc. Esta competición social está presente en el conjunto de las relaciones sociales capitalistas. Además, el modo de producción capitalista crea un proceso de creciente mercantilización y burocratización de las relaciones sociales. La mercantilización de las relaciones sociales es producto de la expansión de la producción capitalista de mercancías, que se generaliza e invade todos los sectores de la vida social. Los medios de producción, los medios de consumo y la fuerza de trabajo se vuelven, bajo el capitalismo, mercancías; y con el desarrollo capitalista todo pasa a ser medido por su valor de cambio, inclusive las personas. Aunque esto no ocurra directamente, las personas pasan a ser evaluadas no por lo que son y sí por lo que poseen. Simultáneamente, las personas interiorizan esto y pasan a evaluarse por lo que poseen y no por lo que son (Fromm, 1987; Fromm, 1992b). Si las personas pasan a ser evaluadas por lo que poseen, entonces el consumismo desenfrenado será incentivado tanto por la competición social cuanto por la compulsión automática por el tener como satisfacción sustitutiva a la represión de las potencialidades humanas realizadas por la sociedad capitalista.
La burocratización de las relaciones sociales es provocada por el desarrollo del modo de producción capitalista que aumenta la intervención estatal, expande el sector de servicios, desarrolla la “sociedad civil organizada” y amplía el dominio burocrático en las empresas privadas debido al proceso de oligopolización de la economía. Por lo tanto, la competición social, la mercantilización y la burocratización de las relaciones sociales son los elementos constitutivos de la sociabilidad capitalista. Por “sociabilidad” entendemos el conjunto de las relaciones sociales que realizan, en el nivel del cotidiano, la reproducción de las relaciones de producción dominantes. El modo de producción condiciona todas las otras esferas de la vida social creando un verdadero “modo de vida” a su imagen y es a este último que denominamos como “sociabilidad”[6].
Este modo de vida, entre tanto, no se implanta inmediatamente con la ascensión del modo de producción capitalista. Aquellos que habían denunciado la integración de la clase obrera en el capitalismo, debido al aumento de su nivel de renta, vieron sólo un lado de la cuestión. En verdad, tal integración ocurrió gracias a la instauración de un modo de vida capitalista también en el interior de la clase obrera.
Lo que explica eso es el desarrollo capitalista. Éste es un desarrollo contradictorio: al mismo tiempo que necesita “revolucionar” constantemente los medios de producción, necesita trabar este desarrollo. Ello es provocado por la composición orgánica del capital y, consecuentemente, por la tendencia a la baja de la tasa de beneficio promedio[7]. Pero el capitalismo, como demostró Marx, crea contratendencias y busca evitar su colapso.
A partir de las crisis del capitalismo mundial que provocaron las dos guerras mundiales, la clase dominante buscó superar esta tendencia mediante la intervención estatal en la producción/distribución/circulación de la expansión transnacional y de la expansión de la producción de medios de consumo y del sector de servicios. Es a partir de la Segunda Guerra Mundial que esto se generaliza en Europa Occidental e interfiere en el modo de vida de la clase obrera. La burocratización de las relaciones sociales ya era una realidad en el inicio del siglo. El estado, las empresas privadas y las instituciones civiles ya manifestaban el predominio de las relaciones burocráticas y fue esto lo que ocasionó el “desencantamiento del mundo” y la teoría de la burocracia de Max Weber. La clase obrera también pasaba a convivir cada vez más con el burocratismo en las relaciones sociales. Tanto en las empresas como en sus propias organizaciones se instauraban relaciones sociales burocráticas[8]. Era absolutamente visible la burocratización de partidos y sindicatos.
Robert Michels fue el primer gran crítico de la burocratización de las organizaciones obreras y avanzó al afirmar que los partidos políticos son “creadores de nuevas capas pequeñoburguesas” (Michels, 1982). La burocracia partidaria y los representantes partidarios en el parlamento y en el gobierno se autonomizan y se desconectan de la clase obrera, tanto desde el punto de vista material como del teórico, formando las bases sociales del reformismo (con todas sus consecuencias: oportunismo, revisionismo de derecha, electoralismo etc.) de los partidos socialdemócratas, “socialistas” y “comunistas”.
La burocratización de los partidos políticos “dichos” obreros es reforzada por la presencia en su interior de la burocracia sindical. El marxismo, desde Engels, realizó una crítica radical a los sindicatos, pero algunos de los “autoproclamados” marxistas no superaron ciertas ambigüedades[9]. El proceso de burocratización de los sindicatos también se viene reforzando cada vez más con el desarrollo capitalista.
Sin embargo, la burocratización de partidos y sindicatos no fue suficiente para impedir el desencadenamiento de la lucha obrera. La Revolución Rusa, la Revolución Húngara, la Revolución Italiana, la Revolución Alemana, entre otras, demostraron que la lucha de clases en el inicio del siglo se estaba radicalizando. La democracia representativa ya era una forma de dominación burguesa, pero todavía no tenía la “eficacia política” que posee hoy.
La clase dominante, a partir de entonces, busca hacer de la democracia burguesa el principal punto de apoyo para su dominación. El sistema parlamentario y el sistema electoral son organizados de tal forma que, por medio de la democracia burguesa, no sólo quede imposibilitado el surgimiento de “brechas revolucionarias” sino que pasa a ser una fuente de corrupción de los movimientos políticos de izquierda.
El gran hecho del estado capitalista, a partir de la Segunda Guerra Mundial, es, además de la intervención en el proceso de producción/distribución/circulación de mercancías, su intervención política en las instituciones de la sociedad civil. El Estado crea nuevas instituciones estatales y amplía las que ya existían (ejército, policía, escuelas, hospitales, etc.) y busca controlar y regular el conjunto de las instituciones de la sociedad civil a través de la legislación, de las exigencias para dotación de recursos y realización de convenios (lo que también es realizado por instituciones privadas fundadas por empresas monopolistas), etc. La llamada “sociedad civil organizada” tiene como función realizar una “mediación burocrática” entre sociedad y Estado. Por ello, nada más equivocado que postular una estrategia política socialista basada en la lucha por conquista de los “institutos democráticos” de la sociedad civil, tal como preconizaron Gramsci y sus adeptos. Si Gramsci escribió sus tesis en una época en que la “sociedad civil” todavía no era visiblemente una “sociedad burocrática”, lo mismo no vale para los gramscianos que, sobre la base del pensamiento de Gramsci, justifican su reformismo y capitulación ante las instituciones burocráticas. La mercantilización de las relaciones sociales invade el modo de vida de la clase trabajadora a partir del fin de la Segunda Guerra Mundial. La producción capitalista se expande más allá de las fronteras de Europa Occidental (expansión transnacional), pero también invade lugares que antes eran ocupados por la producción precapitalista. Las inversiones en la producción de medios de producción son, en parte, desviadas para la producción de medios de consumo. La producción capitalista de medios de consumo surge visando atender sobre todo el consumo de la burguesía, y sólo en un segundo momento el de las clases explotadas. A partir de la Segunda Guerra Mundial, se producen nuevos medios de consumo para la burguesía y también se empiezan a producir medios de consumo para las masas trabajadoras que antes tenían otra fuente. Según Granou (1975):
Prácticamente, puede decirse que, hasta cerca de la mitad del siglo XX, los medios de subsistencia de las clases trabajadoras provenían, en su casi totalidad, de la agricultura y de los pequeños artesanos, esto es, de sectores de producción dominados por la pequeña producción comercial. (p. 45)
El modo de vida capitalista crea relaciones mediadas por la mercancía (y por la burocracia). La producción capitalista invade la agricultura, el sector de medios de consumo y busca incesantemente aumentar el consumo produciendo “necesidades fabricadas” (Gorz, 1968; Fromm, 1986). La producción de medios desechables y la obsolescencia planeada de ciertos productos son otros medios que el capital utiliza para combatir la tendencia a la baja de la tasa de beneficio promedio.
La expansión de los servicios sociales (tanto por las instituciones estatales como por las particulares) refleja un doble proceso: de burocratización y de mercantilización de las relaciones sociales. Las instituciones estatales, evidentemente, presentan un menor grado de mercantilización y un mayor grado de burocratización, mientras que en las instituciones privadas ocurre el fenómeno inverso. Los individuos, inclusive los de la clase obrera, para tener acceso al servicio de salud, de transporte, educación y a los pasatiempos, entre otros, deben pasar por la mediación burocrática y mercantil instituida por la sociedad capitalista.
El papel del Estado pasó por una reformulación a partir de los años 1980, con la emergencia del régimen de acumulación integral, caracterizado por el neoliberalismo, el toyotismo y el neoimperialismo (Viana, 2003; Viana, 2008). Sin embargo, la disminución de la intervención estatal no provocó una disminución de la burocratización, sino tan solo su privatización, que se vuelve, en muchos casos, más rígida, y donde la vigilancia y control se vuelven más extensos. La mercantilización, a su vez, se amplía cada vez más y el nuevo régimen de acumulación, que era la respuesta a la crisis de acumulación que se inicia en los años 1960, necesita ampliar las necesidades fabricadas y el mercado consumidor, radicalizando así esta característica de la sociabilidad capitalista.
Por lo tanto, ésta es la realidad que el universo psíquico de un individuo introyecta y reproduce en sus elaboraciones mentales. Es en ese plano histórico-concreto que podemos comprender la forma establecida por la sociedad capitalista del principio represivo de realidad. El principio de realidad también puede ser llamado mentalidad. El concepto de mentalidad facilita la percepción del carácter histórico del principio de realidad. Podemos, así, distinguir la mentalidad arcaica de las sociedades simples de la mentalidad feudal de la Edad Media en Europa Occidental. Hoy, la forma dominante de mentalidad es aquella que introyecta la sociabilidad capitalista y la reproduce en las elaboraciones mentales pudiendo ser llamada mentalidad burguesa.
El concepto de mentalidad no sólo es más apropiado que el de “principio de realidad”, sino también más apropiado que el concepto de “carácter social” de Erich Fromm. Aunque el “principio de realidad” no sea presentado por Fromm (1979) como equivalente al “carácter social”, esto es posible en la medida en que tanto uno como el otro desempeñan el mismo papel:
Los miembros de la sociedad y/o las diversas clases o grupos sociales dentro de ella tienen que comportarse de modo que funcionen en el sentido exigido por el sistema social. Es función del carácter social modelar las energías de los miembros de la sociedad de modo que su comportamiento no sea cuestión de decisión consciente sobre la obediencia o no al patrón social, y sí un deseo de actuar tal como se tiene que actuar, y al mismo tiempo encontrar satisfacción en actuar de acuerdo con las exigencias de su determinada cultura. (p. 78)[10]
El proceso de introyección del principio represivo de realidad empieza, como observó Freud, en la infancia[11]. Según Fromm (1979):
La estructura de la sociedad y la función del individuo en esa estructura determinan el contenido del carácter social. La familia, por otro lado, puede ser considerada como el agente psíquico de la sociedad, la institución que tiene la función de transmitir las exigencias de la sociedad al niño en desarrollo. La familia ejecuta esta función de dos maneras: 1) por la influencia del carácter de los padres sobre la formación del niño; como el carácter de la mayoría de los padres es expresión del carácter social, transmiten de esa forma las características esenciales del carácter socialmente deseable al niño; 2) además del carácter de los padres, el método de preparación infantil habitual en una cultura también tiene la función de modelar el carácter de un niño en una dirección socialmente deseable. (p. 81)
El contenido de la mentalidad es formado por los valores, razón y sentimientos conscientes del individuo. Así, la mentalidad se refiere a los procesos conscientes y no a los inconscientes. En este universo psíquico, la conciencia (o razón) y el inconsciente poseen un papel importante, pero los sentimientos y los valores son elementos fundamentales y determinantes de la acción humana, seamos conscientes o no-conscientes. La sociabilidad capitalista incentiva determinados sentimientos (celos, envidia, etc.) que expresan el tipo de ser humano que es constituido por la sociedad moderna. Ella también constituye determinados valores (ascensión social, riqueza, poder, etc.) que se vuelven elementos determinantes en las acciones humanas (Viana, 2007) y refuerzan esta misma sociabilidad.
Vimos hasta aquí cómo el principio represivo de realidad actúa en el universo psíquico del individuo. La mentalidad dominante posee la apariencia de ser irremovible e intransferible porque no sólo introyecta la sociabilidad tal como es confirmada y exigida constantemente por esa misma sociabilidad. La competición social, por ejemplo, no sólo está presente en la realidad cotidiana y en la mentalidad del individuo, como exige de él un comportamiento competitivo, so pena de ser considerado “perezoso”, “anormal”, “fracasado” etc. Así, la mentalidad burguesa afirma que el ser humano es tal como es —tal como es en la sociedad burguesa, dígase de paso— y esto es confirmado por sus ideas (mentalidad, cultura, ideología) y por su práctica (sociabilidad). Esto es exigido por esta misma sociabilidad y mentalidad. Con esto se retira toda la historicidad de la formación de la mente humana. Por ello, la transformación de la mentalidad en algunos individuos es prácticamente imposible sin que antes ocurra (o empiece a ocurrir) una transformación en la sociabilidad. Solamente en períodos de transformación radical de las relaciones sociales estos individuos ceden al “principio de placer”. Otros pueden incluso aceptar superficialmente las teorías revolucionarias y, en lo cotidiano, reproducir la mentalidad y la sociabilidad dominantes.
Si hasta aquí nos limitamos a ver la acción del principio de realidad sobre el universo psíquico del individuo, es necesario que observemos la acción del “principio de placer”, pues es ahí donde reside la resistencia, es decir, uno de los elementos de ruptura con la reproducción del capitalismo. Podemos, retomando a Freud, decir que el “id” obedece a los instintos sexuales y destructivos, expresados por el principio de placer. Sin embargo, es necesario romper, así como hizo Reich, con la idea de la existencia de un “instinto de muerte” o de “destructividade”. Tal concepción es nítidamente conservadora, pues, en este caso, los “instintos” ganan un justificante para que sean reprimidos. Según un “freudomarxista”, la tesis del instinto de muerte de Freud “parece sostener que la tendencia a destruir es un componente natural de la psicología del hombre y, si no fuera encaminada al exterior, llevará a la autodestrucción”. Si eso fuese cierto, sin duda será coherente con gran parte de la historia del hombre, repleta de persecuciones religiosas y políticas, de torturas y crueldades, y la presente amenaza de una destrucción nuclear. Pero sería un error pensar que la teoría freudiana lleva inevitablemente a una visión pesimista de la capacidad que tiene el hombre de dominar esos impulsos agresivos. El yo racional del hombre, el producto de la interacción entre los impulsos del id de satisfacción incondicional y las exigencias del mundo exterior, ofrece esperanza de que él será capaz de dominar esas fuerzas interiores destructivas y dirigirlas para finalidades socialmente valiosas. El propio Freud tuvo que criticar a los psicoanalistas que adoptaron una opinión demasiado desesperada de las posibilidades de control racional y señaló que, por más débil que fuese el ego en relación con las fuerzas demoniacas dentro de nosotros, el crecimiento del conocimiento y comprensión de la psicología humana proporcionaba el mejor medio de liberar el ego de su servidumbre a los propósitos del id. “Donde hubo id, habrá ego”, escribió él. (Osborn, 1966, p. 47-48)
Ese postulado de la existencia de un “instinto de muerte” lleva, necesariamente, a la defensa de la necesidad de represión. Freud, definitivamente, no era un revolucionario, pero el freudomarxismo de Osborn y Marcuse se presenta como tal. Osborn defiende claramente la necesidad de un principio de realidad represivo en relación al instinto de destructividad. El ego debe dominar el id. En este caso, principio de placer y principio de realidad son inconciliables. Osborn acaba justificando cierta forma de represión en nuestra sociedad. Claro que tal represión se refiere al instinto de muerte. Sin embargo, si no existe ningún “instinto de muerte”, algo va a ser reprimido como si fuese éste, y tal discurso podrá servir de pretexto para la represión de otras manifestaciones humanas. Así, una huelga obrera, un asesinato, la guerra entre naciones, la masacre de indios, el exterminio de menores abandonados y la violencia contra la mujer pueden ser “interpretados” como manifestación del “instinto de muerte” y no como producto de ciertas relaciones sociales.
Marcuse es más refinado teóricamente y afirma que el “instinto de muerte” en una sociedad represiva es mucho más destructivo de lo que sería en otras condiciones históricas y sociales, y que en una civilización no-represiva sería transformado en algo inofensivo. Tal posición es parecida a la de Erich Fromm[12]. Para Fromm, la necrofilia (amor a la muerte) es una potencialidad humana secundaria mientras que la biofilia (amor a la vida) es una potencialidad humana primaria. La primera sólo se desarrolla cuando la segunda no lo hace y esto sólo ocurre en determinadas condiciones sociales e históricas.
Ocurre que tanto uno como otro análisis justifican un cierto quantum de represión en nuestra sociedad. Además, se fuésemos a analizar casos histórico-concretos, es imposible defender la existencia de un “instinto de muerte”. Según Freud, la represión a los instintos trae serios problemas mentales (psicosis, neurosis etc.) y cuanto mayor sea la intensidad de la represión mayor serán los efectos psíquicos negativos. Si cogemos como ejemplos histórico-concretos los curas y las monjas, veremos que el “instinto de muerte” no existe o entonces no se manifiesta. En este último caso, ¿dónde se manifiestan los efectos psíquicos negativos? Además, si teniendo en vista que ésta es una hiperrepresión (pues hay, en este caso, la simultánea represión de los instintos sexuales), deberíamos llegar a la conclusión que todos los curas y monjas son neuróticos…
Esta crítica es válida para Marcuse, pero no para Fromm, que no se limita a la tesis freudiana de los instintos. Fromm parte del concepto de “naturaleza humana” y desde ahí postula la existencia de diversas potencialidades humanas que van más allá de los “instintos sexuales” y del “instinto de muerte”. Con eso, el ejemplo citado pierde validez, pues la represión de ciertas potencialidades es parcialmente (al final, incluso en este caso, deberían ocurrir efectos psíquicos negativos, aunque en menor grado) compensada por el desarrollo de otras. Sin embargo, si el amor a la muerte (necrofilia) es una potencialidad humana, entonces no tiene sentido calificar a las personas “necrófilas” de “malsanas”. Lo que es natural, por definición, no es malsano y viceversa. Solo que Erich Fromm define a Hitler como un “enfermo mental” en diversas oportunidades, por ser éste un sádico, un necrófilo (Fromm, 1965, 1981, 1986; s/d). Por lo tanto, existe una incoherencia teórica en Fromm y esto fue provocado por su insistencia en postular, indirectamente, la existencia de un “instinto de muerte”. En este aspecto, Reich fue el freudomarxista más consecuente[13].
¿A qué se refiere, pues, el principio de placer? Ciertamente no se refiere a los “instintos orgánicos” teorizados por Freud. Las nociones de “instintos”, “pulsiones”, “impulsos”, deben ser sustituidas por el concepto de necesidades. Éstas expresan potencialidades que necesitan realizarse y se refieren no sólo a las necesidades orgánicas sino también a las necesidades específicamente humanas, como, por ejemplo, la creatividad (Fromm, 1983; Lobrot, 1977; Viana, 2002). Estas necesidades son acompañadas por otras que pueden ser consideradas inauténticas (Viana, 2007). Por ello, están presentes tanto en el inconsciente como en la conciencia. Las necesidades reprimidas pueblan el inconsciente y las demás necesidades (auténticas e inauténticas) están vivas y actuantes en la conciencia. Por lo tanto, el principio de placer no sólo comanda el inconsciente sino que influencia la conciencia. El universo psíquico del individuo es, por lo tanto, el escenario del conflicto entre principio de placer y principio represivo de realidad, debido el hecho de vivir en una sociedad represiva. Es necesario acrecentar que las necesidades frustradas conscientes crean una contradicción en el universo psíquico del individuo y amenazan el predominio absoluto de la mentalidad. Una parte del principio de placer es consciente y crea un “conflicto consciente al nivel de la conciencia”; otra parte es inconsciente y, consecuentemente, sus efectos son no-conscientes. Si al nivel de la conciencia también se manifiesta el principio de placer, entonces no es sólo en las manifestaciones del inconsciente (en la fantasía y en la utopía, según Marcuse) que se realiza la crítica del mundo existente.
Debemos, entonces, tratar inicialmente del inconsciente y de sus intentos de ascender hasta la conciencia. Ante todo, se debe plantear que existe un inconsciente individual y un inconsciente colectivo. Por inconsciente colectivo no entendemos ni la concepción metafísica de Jung ni la concepción conservadora de la “historia de las mentalidades”[14]. Jung y P. Áries significan un retroceso teórico en relación Freud. En ambos, la base orgánica de la teoría freudiana es abolida y substituida por una teoría de la “repetición gratuita”. Con esto se abole el aspecto revolucionario de la teoría freudiana. En el caso de Áries, el inconsciente colectivo se vuelve equivalente al concepto de mentalidad y ésta se caracteriza por la repetición automática y mecánica, es decir, es algo tan manifiesto que puede ser considerado una “visión de mundo”; en el caso de Jung, el inconsciente colectivo es reducido a arquetipos autonómos e inmutables que se manifiestan en todas las épocas y lugares.
El inconsciente individual se refiere a las potencialidades humanas reprimidas en un individuo y lo inconsciente colectivo se refiere a las potencialidades humanas reprimidas en un conjunto de individuos (clase, sexo etc.) o en todos los individuos de una sociedad, ya que en una sociedad represiva ni siquiera los miembros de la clase dominante pueden desarrollar todas sus potencialidades[15]. El inconsciente colectivo, así como el individual, se manifiesta en sueños, fantasías, etc. Estas formas de manifestación del inconsciente son formas de intentar ascender al nivel de la conciencia[16].
La otra parte del principio de placer llega hasta la conciencia. Un conjunto de necesidades humanas (hambre, sed, etc.) es inmediatamente reconocido a través de la conciencia. Tanto la satisfacción de las necesidades como la conciencia de ellas son diferentes en grupos sociales diferentes. La más importante forma de conciencia colectiva es, sin duda, la conciencia de clase. La historia de la humanidad está siendo comandada por la dinámica de la lucha de clases. Toda clase dominante busca conservar las relaciones de producción dominantes y así mantener su poder. Las clases explotadas, a su vez, buscan transformar las relaciones de producción e instaurar un nuevo modo de producción. La clase revolucionaria realiza una crítica de la sociedad existente y, a la vez, presenta un proyecto político de una sociedad alternativa. Este proyecto, cuando posee la posibilidad de transformarse en realidad, es una utopía concreta. La conciencia de clase de una clase revolucionaria cuando se desarrolla a partir de las luchas sociales es una utopía concreta, en el sentido blochiano del término.
La clase revolucionaria de nuestra época es el proletariado. Sin embargo, su conciencia de clase se presenta, en un primer momento, como contradictoria, es decir, posee elementos de aceptación y a la vez de negación de la sociedad existente, y, en un segundo momento, supera su contradicción por la lucha de clases y se vuelve conciencia revolucionaria.
Pero existe otro obstáculo, derivado de la mentalidad burguesa, al desarrollo de la conciencia de clase del proletariado, que es el llamado “realismo” (y su derivado, el realismo político, que se opone a todo “utopismo”). ¿Qué es el realismo? Según Fromm, “el ‘realista’ sólo ve los aspectos superficiales de las cosas; ve el mundo manifiesto, puede reproducirlo fotográficamente en su mente y puede actuar manipulando las personas y las cosas tal como aparecen en este retrato” (Fromm, 1961, p. 86). El realismo, así, es la discapacidad mental de sobrepasar la apariencia y alcanzar la esencia, pues ésta nos remite a los conflictos sociales y psíquicos del mundo contemporáneo y de la necesidad de transformación social. Es una expresión racionalizada de la mentalidad burguesa y nada más que esto, siendo, pues, más un elemento consciente que contribuye a la reproducción del capital.
Referencias
ÁRIES, P. História das mentalidades. In: LE GOFF, J. (Org.). A história nova. São Paulo: Martins Fontes, 1990.
FREUD, S. (1927). O futuro de uma ilusão. São Paulo: Abril Cultural, 1978. (Os Pensadores)
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VIANA, N. Inconsciente coletivo e materialismo histórico. Goiânia: Edições Germinal, 2002. [Hay versión digital en castellano: Nildo Viana, Inconsciente colectivo y materialismo histórico, 2002. Trad. del Círculo Internacional de Comunistas Antibolcheviques, 2008]
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____ . O Capitalismo na era da acumulação integral. São Paulo: Idéias e Letras, 2008.
[1] Hay versión digital en castellano: Nildo Viana, Inconsciente colectivo y materialismo histórico, 2002. Trad. del Círculo Internacional de Comunistas Antibolcheviques, 2008. Esta edición incluye como apéndices los artículos Psicoanálisis de las películas de terror y Marcuse y la crítica del neofreudismo. (N.d.T.)
[2] Este es un extracto, levemente adaptado, de la presentación del libro Universo psíquico e reprodução do capital: Ensaios freudo-marxistas. (N.d.T.)
[3] Debemos añadir aquí que esta introyección es la de la racionalidad instrumental y de los valores burgueses que la acompañan.
[4] Otras tesis de Marcuse son criticables, tales como: su aceptación de la ficción freudiana de la horda primitiva, mismo reservándole un mero “valor simbólico”, pues el amplio material historiográfico y etnográfico acumulado desde la época de Freud hasta los días de hoy deberían haber sido utilizados para confirmar, refutar o profundizar las teorías freudianas; su aceptación del “complejo de Edipo”, otra ficción freudiana, mismo retirándole la importancia; su defensa de las “perversiones sexuales” (véase, sobre esto, una crítica en Fromm, 1992b); su postulación, juntamente con Freud, de la existencia de un “instinto de muerte” (véase una crítica en: MacIntire, 1978); su abstracción metafísica de los conceptos de “sociedad” y “individuo”, que deja de lado las divisiones sociales (clase, sexo, raza, etc.) e individuales; y, finalmente, su crítica equivocada al “neofreudismo” de E. Fromm, K. Horney y otros (vea una crítica en mi ensayo Marcuse y la crítica al neofreudismo [Hay versión digital en castellano, incluída como apéndice en: Nildo Viana, Inconsciente colectivo y materialismo histórico, 2002. Trad. del Círculo Internacional de Comunistas Antibolcheviques, 2008]).
[5] Se ve, por lo tanto, que el concepto de sociabilidad aquí expuesto es totalmente antagónico al del sociólogo “formalista” Georg Simmel. Éste elabora el concepto de sociabilidad teniendo como “modelo” las reuniones de la clase burguesa y por ello puede postular su “autonomía”, su carácter “lúdico” y su “artificialidad” (apud Moraes Filho, 1983).
[6] Se ve, por lo tanto, que el concepto de sociabilidad aquí expuesto es totalmente antagónico al del sociólogo “formalista” Georg Simmel. Éste elabora el concepto de sociabilidad teniendo como “modelo” las reuniones de la clase burguesa y por ello puede postular su “autonomía”, su carácter “lúdico” y su “artificialidad” (apud Moraes Filho, 1983).
[7] La composición orgánica del capital se caracteriza por el dispendio cada vez mayor que el capitalista es constreñido a realizar con los medios de producción, debido al valor incorporado en ellos por la fuerza de trabajo, mientras que el aumento de plusvalor relativo proporcionado por la fuerza de trabajo se vuelve proporcionalmente menor en relación a este dispendio, lo que lleva a la baja de la tasa de beneficio promedio. Este proceso va a ser uno de los elementos que irá a influenciar las luchas de clases y las sucesivas mutaciones en los regímenes de acumulación (Viana, 2003; Viana, 2008).
[8] “Es interesante observar que el espíritu burocrático penetró no sólo la administración de los negocios y del gobierno, sino también los sindicatos y los grandes partidos socialistas democráticos de Inglaterra, Alemania y Francia” (Fromm, 1976, p. 130).
[9] Véase, por ejemplo, el caso de Trotski: para él, la burocracia sindical es reaccionaria y contrarrevolucionaria, y los sindicatos, “neutros”, socialdemocratas, “comunistas” y “anarquistas”, degeneraron debido a su vínculo con el poder estatal. Aun así, según él, se debe continuar actuando en ellos, sólo que “discretamente” para evitar la persecución de la burocracia sindical (cf. Trotski, 1978).
[10] Fromm hace algunas consideraciones sobre el carácter social que son válidas y, por lo tanto, aplicables al concepto de mentalidad: existen diferencias de mentalidad de acuerdo con la clase social, la formación cultural, las características de cada individuo, etc. (cf. la tipología de carácter social en Fromm, 1961).
[11] “La primera razón de por qué los hombres sirven de buen grado es que nacen siervos y son criados como tales” (La Boetie, 1987, p. 25).
[12] “Propongo un desarrollo de la teoría de Freud en la siguiente dirección: la contradicción entre Eros y la destrucción, entre la afinidad con la vida y la afinidad con la muerte es, de hecho, la contradicción más fundamental en el hombre”; “el instinto de vida (…) constituye la potencialidad primaria del hombre, el de muerte una potencialidad secundaria” (Fromm, 1965, p. 54-55).
[13] Para una crítica más profundizada de la tesis del “instinto de muerte” y una contextualización histórica de su surgimiento, cf. Viana (2002).
[14] “Nuestra psicología sabe que el inconsciente personal nada más es que una capa superpuesta que se asienta en una base de naturaleza totalmente distinta. Esta base es lo que llamamos inconsciente colectivo. La razón de esta denominación está en la circustancia de que, al contrario del inconsciente personal y de sus contenidos meramente personales, las imágenes del inconsciente más profundo son de naturaleza nítidamente mitológica. Esto significa que estas imágenes coinciden, en cuanto a la forma y al contenido, con las representaciones primitivas universales que se encuentran en la raíz de los mitos. Ellas no son ya de naturaleza personal, sino que son puramente suprapersonales y, consecuentemente, comunes a todos los hombres. Por ello es posible constatar su presencia en los mitos y en las fábulas de cualquier pueblo y de cualquier época, bien como en individuos que no tienen el menor conocimiento consciente de mitología” (Jung, 1986, p. 97); “Pero, ¿qué es el inconsciente colectivo? Sin duda, sería mejor decir no-consciente colectivo: común a toda una sociedad en determinado momento. No-consciente: mal percibido, o totalmente percibido por los contemporáneos, porque, es obvio, forma parte de los dados inmutables de la naturaleza, ideas recibidas o ideas en el aire, lugares comunes, códigos de conveniencia y de moral, conformismos o prohibiciones, expresiones admitidas, impuestas o excluidas de los sentimientos y de los fantasmas” (Áries, 1990, p. 174).
[15] Tal concepción es semejante a la de Fromm (1992) sobre el “inconsciente social”, sin embargo también posee algunas diferencias, sobre todo sobre el carácter que es reprimido. Para un análisis crítico de Fromm y de Jung a respeto del inconsciente colectivo: Viana (2002).
[16] Para un análisis más profundizado de la concepción junguiana, abordando sus aspectos aceptables y inaceptables, bien como para un análisis más detallado del inconsciente colectivo, cf. Viana (2002).
Publicado en el libro Psicoanálisis y Materialismo Histórico, Editora Escuta, septiembre de 2008. Traducido al castellano por R. Ferreiro para CICA/CAI. El libro puede adquirirse en: Wook e Amazon.
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